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La envidia deriva de la palabra latina “invidia” que significa la consideración de algo con malicia; podría traducirse como “mala voluntad” o “malquerencia”. Significa descontento con, o deseo de las posesiones de otro (Bryson, 1977). El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la envidia como: “tristeza o pesar del bien ajeno”, así como “emulación, deseo de algo que no se posee”, “tristeza y pesar por no poseer lo que tiene otro”, “deseo de tener lo que otro tiene”.
De estas definiciones pueden extraerse dos de las principales características que se asumen de la envidia:
La envidia podría definirse como una emoción compuesta por sentimientos de inferioridad, hostilidad y resentimiento resultantes de la toma de conciencia de que otra persona o grupo posee un atributo personalmente ambicionado (Parrot y Smith, 1993).
Se trata de una emoción eminentemente social, ya que las reacciones afectivas inducidas se producen por comparación con los demás. La envidia no es racional y es capaz de destruir una relación poco a poco.
El envidioso pone en marcha estrategias en defensa de la envidia: el disimulo, la afectación de indiferencia, la conspiración del silencio, la ironía, el sarcasmo y la burla.
Todas estas las estrategias tienen el objetivo de anular el efecto negativo de la confrontación, rebajar el valor o a quien lo encarna; se funda en la mentira y en la mala fe. La envidia tiene esta característica: ser antes que nada, un secreto
Hay muchas formas de envidia; algunos tipos son:
La envidia juega un papel muy importante en todas las sociedades, hay crímenes cuya motivación es la envidia; la política generalmente está basada en la envidia, por lo que existen importantes razones para tratar de evitar ser envidiado por los otros.
En lo referente a la expresión de la envidia, su relativa y su lamentable aceptabilidad en las tradiciones nacionales afloja el freno del Superyó individual y abre las compuertas a la agresividad reprimida en contra de aquéllos cuya superioridad —real o imaginada— mortifica al amor propio.
La envidia entre los seres humanos suele aumentar de modo directamente proporcional a la similitud de sus circunstancias y, por tanto, se acentúa entre los hermanos de profesión
Surge de las experiencias de las repetidas comparaciones con los hermanos en las que salen perdiendo. La envidia puede ser consecuencia de un complejo de inferioridad, puede darse cuando el hermano mayor es muy brillante y el otro lo percibe como un techo inalcanzable, o cuando ve a otro, aunque sea menor, como un rival que todo lo hace mejor que él.
Si el envidioso está en un puesto elevado no dejará que una persona con capacidad se le acerque, creando así conflictos y gestiones laborales defectuosas que van en perjuicio de la empresa, por tener en puestos de mando a profesionales que valen poco y a su vez, mantener en cargos sin importancia, a operarios bien cualificados
Esta emoción suele darse con relación a personas muy cercanas y las cualidades de estas personas a las que se envidia, son objeto de crítica o murmuración; por lo que en personas envidiosas puede ser frecuente la mentira, la sospecha, la intriga y el oportunismo.
La envidia tiene su origen en la infancia, ante el sentimiento de no ser suficientemente querido o de ser querido en menor medida de lo que necesitaba. Y estos sentimientos se viven así, tanto si existen datos de realidad que lo confirmen, como si son percepciones imaginarias o con poca base real. Estos hechos están bien archivados en el cerebro emocional y se abren ante estímulos de leve consistencia.
Los sentimientos de inferioridad constituyen su piedra angular. Las diversas modalidades de envidia no son sino un eco de los sentimientos de inferioridad y rivalidad sufridos por el niño en su desarrollo psicológico, con padres, hermanos y otras figuras significativas. La envidia instaurada en el carácter del adulto es, por lo general, una reacción ante las experiencias de pequeñez y desvalimiento de la infancia. Esto da cuenta de su universalidad y su frecuente irracionalidad.
La persona que experimenta envidia, sufre una disminución importante de la autoestima y se manifiesta como ira, rabia, pena, etc. Entre los valores más envidiados, suelen encontrarse el prestigio, el poder, el reconocimiento social, el nivel de vida, la pareja o hijos del otro, la capacidad adquisitiva y otras posesiones materiales.
A la envidia siempre le acompaña:
La persona envidiosa tiende a aislarse de los demás o al menos tiene dificultades de relación social, su mirada actúa en términos de comparación y esto le hace sentirse angustiada.
Si la envidia es intensa puede crear ansiedad, trastornos del apetito, del sueño y diversas alteraciones. Incide también en la actitud hacia la vida moldeando unas formas de estar en relación con los otros, que van desde convertirse en eterna víctima, hasta la adopción de una postura defensiva que se traduce en modos irónicos, altaneros, fríos y distantes e incluso de menosprecio hacia los demás.
Estas personas no logran estar nunca satisfechas consigo mismas, su vida está plagada de la angustia por tener lo que es generalmente imposible.
La envida se puede graduar en tres niveles:
Si estas emociones se manifiestas activadas durante mucho tiempo, llegan a dañar el organismo por la causa destructora que encierran.
En cada persona, la intensidad de la envidia estará en función de sus sensaciones reprimidas de insignificancia. Las manifestaciones de la envidia generalmente nos dirán más de los sentimientos de inseguridad del envidioso que de la personalidad del envidiado.
Smith, Diener y Garonzik (1990) construyeron una escala diseñada para medir la propensión a experimentar envidia, de la que obtuvieron tres factores, que son algunos de los más relevantes en este constructo:
La existencia de estos factores sugiere que las tendencias a sentirse inferior a otros y la construcción de defectos en uno mismo está muy relacionada con la sensación de injusticia. Así, la experiencia de envidia (anhelar lo ajeno y deseo de su desventura) se relaciona con resentimiento por la sensación de injusticia.
La mente humana tiene que recurrir a diversos mecanismos de defensa inconscientes, para restaurar la autoestima lesionada en las comparaciones envidiosas y equilibrar así la homeostasis narcisista. Estos mecanismos pueden ser más o menos adaptativos. Llamamos patológicos a aquellos patentemente mal adaptativos Un caso extremo de éstos puede ser el de los individuos que cometen actos “grandiosos” de terrorismo o el de aquéllos que atentan contra celebridades admiradas/envidiadas.
Los mecanismos de defensa frente a la envidia fueron descritos de manera expresa por Melanie Klein. Estos incluyen los que aparecen en las descripciones de la posición esquizo-paranoide: omnipotencia, desmentida, escisión e idealización. Son sutiles: «A menudo se observa una mezcla de la expresión efectiva de la envidia y de las defensas frente a esta No siempre es posible decir si una cosa es un ataque envidioso o si es una defensa» (Joseph, 1986, pág. 18).
En Francia existen castillos famosos por diversas razones. El de Versalles, por su belleza arquitectónica y majestuosidad, residencia de los reyes Luis XIV, Luis XV y Luis XVI. El de Chantilly, célebre por la fiesta de los Tres Días organizada en honor a Luis XIV, donde brilló y pasó a la historia François Vatel, el ilustre cocinero a quien se le adjudica la creación de la crema de Chantilly. O el Castillo de If, en Marsella, protagonista de clásicos literarios, donde estuvieron prisioneros algunos personajes de Alejandro Dumas como el Hombre de la Máscara de Hierro o el Conde de Montecristo.
Todos esos muros guardan historias y son los protagonistas de Versalles, Chantilly e If, quienes nos conducen hasta otro de los castillos más hermosos de Francia: Vaux-le-Vicomte, un éxito arquitectónico del siglo XVII que el 17 de agosto de 1661 fue escenario de una fiesta que terminó en tragedia.
Situado en la localidad de Maincy, a apenas 50 kilómetros de París, el Palacio de Vaux-le-Vicomte es una joya del Barroco, una obra maestra de la arquitectura y la decoración con tres nombres propios: el arquitecto Le Vau, el pintor Le Brun y el paisajista Le Nôtre.
Fue a ellos a quienes Nicolás Fouquet encargó la construcción de un magnífico palacio en un lugar de cuyo entorno se había enamorado. Las obras comenzaron en 1653 y en 1659 ya habían acabado. Pero su dueño poco lo disfrutó.
En agosto de 1661, organizó una fastuosa fiesta en honor a Luis XIV. Miles de invitados, grandes banquetes, representaciones teatrales, fuegos artificiales… Tanto lujo despertó la envidia del ministro Colbert que consiguió convencer al ya celoso monarca de que tal derroche solo podía tener un origen: malversación de fondos públicos.
Así fue como Fouquet cayó en desgracia. Unos días después de la fiesta fue arrestado por el mismísimo D’Artagnan, encarcelado y condenado a cadena perpetua. Tiempo después, el rey adquirió objetos del castillo y solicitó precisamente a Le Vau, Le Brun y Le Notrê que realizaran el nuevo palacio de Versalles.
Fouquet murió en 1680 en la fortaleza de Pignerol, donde es posible que coincidiera con el misterioso Hombre de la Máscara de Hierro, y, aunque nunca volvió a la vida pública, dejó como recuerdo uno de los castillos más bellos del país.
Mientras tanto, El Palacio de Fouquet fue pasando de mano en mano hasta que en 1965 fue declarado conjunto histórico.
Apenas unos segundos después de que el fonógrafo de Edison dejara de emitir en la sala sus primeras palabras, uno de los académicos que asistía a la presentación del aparato, el francés Jean Bouillaud, de 82 años, saltó de su asiento, agarró por el cuello al infeliz que lo manejaba en ese momento y comenzó a zarandearlo mientras profería que aquello era una farsa, un truco de ventrílocuo y que la noble palabra humana no podía ser reemplazada por un metal.
Bouillaud no se había vuelto loco ni había sufrido un ataque de ansiedad. En absoluto. Se trataba de un caso de envidia entre colegas, un sentimiento tan viejo como el hombre del que se ha dicho que es el más vergonzoso de los vicios.
De hecho, se le considera tan deshonroso que incluso personajes tan ilustres como el filósofo Francis Bacon no han dudado en afirmar que la envidia es un “gusano roedor del mérito y la gloria”. La Real Academia Española, más tibia en su definición, la considera un “pesar del bien ajeno”.
La envidia es un fenómeno universal, pero ni es considerada por los psicólogos una de las emociones fundamentales, ni existe una expresión facial que la caracterice de forma exacta. En su obra La fuerza de las emociones, los psiquiatras Christopher André y François Lelord indican que esto se debe a que “a diferencia de lo que ocurre con otros sentimientos, comunicar la envidia nunca ha supuesto una ventaja evolutiva”. En efecto. La envidia es un tabú social que se lleva en silencio porque, en el fondo, supone una declaración de inferioridad que no conviene revelar en público.
Plutarco ya daba cuenta de ello hace casi 2000 años. En su estudio Sobre la envidia y el odio, el genial biógrafo y ensayista griego resaltaba que “nadie dice que es envidioso”, sino que para justificar ese sentimiento se alegan todo tipo de excusas. Este comportamiento, según el sociólogo de la Universidad Libre de la Lengua y la Comunicación de Milán Francesco Alberoni, se debe a que la envidia es, en esencia, “una reacción ante el reconocimiento de una derrota”.
Hace 60 años, niños de todo el mundo -y sus padres- lamentaron el fallecimiento de uno de los genios más queridos de la literatura infantil: A. A. Milne, el creador de Winnie the Pooh.
Después de todo, Milne no fue el único que tuvo que luchar con la fama de Winnie the Pooh. Como inspiración para Christopher Robin, el hijo de Milne fue, en cierta forma, incluso más conocido que su padre.
La familia de Christopher no lo protegió precisamente de la publicidad. A él le entregaban las cartas de fans que los niños le escribían y, con la ayuda de su niñera, las respondía laboriosamente a mano.
Además, le tomaron muchas fotografías acompañado de su padre y también solo a los siete años participó en grabaciones de audio hechas para los libros, algo que posteriormente su primo calificó como una explotación que mostró “el rostro inaceptable del reino de Pooh”.
La vida de Christopher Robin Milne no fue precisamente fácil. Todo el mundo sabía, incluidos sus compañeros de clase, que niño era él y lo envidiaban. En 1930 Christopher fue enviado a un internado. Luego escribiría que ese fue el comienzo de una “relación de amor y odio con su homónimo ficticio”. Por envidia, los otros niños se burlaban de él sin misericordia. Sus vecinos le ponían la grabación en la que actuó una y otra vez hasta que, finalmente, se aburrieron de la broma y le dieron el disco. Christopher lo hizo trizas.
Fue luego de un período infructuoso de búsqueda de trabajo, tras salir de la universidad, que Christopher desarrolló un verdadero resentimiento contra los libros y su padre.
“Él se abrió su propio camino con su esfuerzo y no dejó un sendero que yo pudiera seguir. Pero ¿todo fue su esfuerzo? ¿No tuve yo algo que ver en alguna parte?”, escribió Christopher. Y ese rencor se acentuó en sus momentos más pesimistas.
El tratamiento requiere de intervención psicológica, los temas que trabajaría son: